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EL SOMBRERO ROJO

A la memoria de Mercè Rodoreda

No durmió en toda la noche la elefanta. Recordó cuando era una cría, sus primeras borracheras a los tres años, cuando acudía a los concilios de sabios en su tiempo de asueto, cuando entrenaba su acceso acrobático al circo. Maruchi, su entrenadora y guía, era exigente y tosca pero observaba su pupila que apuntaba maneras talentosas, hasta que Maruchi propuso a papá y mamá que la federasen para competir con otras elefantitas en un torneo muy prestigioso, a lo cual ellos se negaron, por lo que ella abandonó el entreno y sus ilusiones, bajó su rendimiento escolar y se refugió aún más en los concilios de sabios, los enciclopédicos, los miserables, las cortes francesas del siglo XVIII, la Isla de If, Juana de Arco, Salambó y Genoveva de Brabante, la historia de las religiones y la historia de los personajes bíblicos.

Tampoco era su primera decepción. Muy tempranamente, le cortaron por lo sano ir a merendar al cementerio y pintar tumbas y esqueletos en sus dibujos de composición libre. Se preguntaba qué malo había en ello, y porqué los mayores alborotaban escandalizados a lo que ella consideraba trivial ¿No iban los elefantes a morir al cementerio?

Emprendió una carrera a contra corriente. Consistía en hacer cualquier cosa que la alejara del deseo de lo que debería ser y se esperaba de ella: ser una elefantita buena, cariñosa, dócil y que criara bien joven para la continuidad de la especie. Después llegaría la decepción de sus papás, en el fondo no dejaba de ser la preferida pero ella resultaba esquiva a tanto ambiente rancio. Ya no la dejaban asistir a los concilios y los machos, en su manada, habían sido estigmatizados desde que recordaba, era caricaturesco que la aconsejaran que no se fiara nunca de un elefante que llevase trompa en la cara. ¿Existirían machos sin trompa? ¿Dónde se hallarían? aún sonreiría por ello, pero desde luego resultó un acicate para su búsqueda.

Marchó pronto de su hábitat materno siendo hembra, ansiaba conocer otras sabanas, otras charcas, otros concilios de sabios y conocer, sobretodo, machos. Continuó el recorrido de su vida, ora regalada, ora ardua, tuvo apareamientos indiscriminados y nunca se instaló y permaneció por mucho tiempo en una manada. Acumuló viajes y experiencias, saciaba su curiosidad famélica hasta que parió un elefantito menudo y trémulo, Óscar.

Desde que había llegado el nuevo domador la elefanta no conciliaba el sueño con facilidad. El circo estaba revolucionado, los leones andaban alterados, los clows encizañaba entre las caravanas contra los métodos del nuevo domador, los trapecistas daban traspiés, el hombre cañón se emborrachaba más a menudo, la echadora de cartas no acertaba las tiradas y devolvía el dinero, el puesto de nubes de azúcar había cerrado y la Bella Eloísa se había fugado con el chimpancé. Como iba diciendo, la elefanta ahora no dormía, el nuevo domador la había pintado de color blanco indeleble y la exhibía en los números con un sombrerito rojo. Quería huir, desaparecer, desvanecerse, y a la vez permanecer quieta. Temía al nuevo domador pero también la seducía e intrigaba su audacia. Su jaula cada noche, después de la función, se empequeñecía. El nuevo domador la alteraba, una vuelta de tuerca más, sus recuerdos y sus añoranzas eran rugientes, estremecedoras, soñaba con selvas imposibles, y su imposibilidad se materializaba en la mirada cruzada con Óscar, su elefantito.

La vida de circo había convertido a Óscar en un esquifi-elefante, sin recursos ni defensas, sin ambiciones y sin alma aventurera, cuando llegó recién pintada de blanco la mirada de Óscar se volvió sin fondo. ¿Sentiría pena? ¿Sentiría vergüenza de su madre? Óscar masticaba el forraje y miraba su madre, de vez en cuando directamente, casi siempre de soslayo. Sólo de tanto en tanto Óscar hacía leves atisbos de enojo, pero duraban un pestañear de mosca.

Con la llegada del nuevo domador todo había cambiado, su interior escindido, hacia dentro y hacia delante al unísono, se revolvía inquieta en la paja. El resto de elefantes la esquivaban que no se contagiase el color blanco, o se acercaban a ella para convertirla en objeto de chanzas que respondía con una mirada burlona, o con un resoplido y un hermoso panorama de su trasero que siempre rechazó los requiebros y envites de sus colegas del circo.

Pero volvía a Óscar, que no había conocido la sabana, que su longitud de miras no superó nunca más allá de los cincuenta metros, y se preguntaba ¿qué clase de vida era esa para un elefante púber? Ella habría enloquecido, o ya lo estaba, o lo estuvo. Tenía visos de certeza que no podría continuar por mucho tiempo en ese compás tensado y a punto de quebrar, agravándose con una inesperada aparición del celo que creyó haber extraviado antaño.

Era fácil y obsceno que le dijeran que siguiese los dictados de su corazón, su corazón estaba junto a Óscar pero también en algún lugar llamado Cualquier Sitio, yendo y viniendo, asistiendo a concilios de sabios, apareándose indiscriminadamente con machos imprevistos y candidatos a olvidar, entrenándose para alguna competición baldía. Había envejecido, sólo le quedaba su guerrera pintura blanca y su sombrerito rojo, eran tangibles, hirientes, pero tangibles al fin y al cabo. ¿Importaba mucho? Nada la iba a salvar. Nada la salvó.

Su jaula permanece vacía y Óscar dejó su último aliento con la aparición de los primeros cerezos en flor, evocando a su madre y preguntándose qué habría sido de ella, se desvaneció. Quizás vuelva.

Grandes próceres sostienen que los elefantes tienen buena memoria e incluso algún visitante errante cuenta que la ha visto junto a sabios, aunque sea ficción. COMPARTIR:
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